Atardecer

La miro, y otra vez están ahí, esos ojos oscuros, tan brillantes, tan suyos, tan comunicativos, tan pícaros. Tan suyos...

¿Alguna vez te has preguntado por qué la gente se enamora? Yo no, a pesar de que debería. Simplemente lo entrego —el amor—, lo siento girar en mi corazón circular que, a medida que avanza, va indicándome que debo empezar la retirada. Y respiro, aunque no es necesario, con la esperanza de mantenerme con vida, si es así como se le puede llamar al hecho de que exista, sólo por volver a vivir instantes como estos. 

En ocasiones quisiera saber por qué yo, por qué ella está a mi lado en lugar de estar con alguna otra persona que le ofrezca algo más, ése algo que quizás yo no le sé dar…

Me quedo aquí, al margen de todo lo que sucede, alrededor de esos dos humanos que viven su temprana edad de la mejor manera…, de la única manera que conocen.

Hay veces en las que me gustaría poder sumergirme en ése mar de aguas, algunas veces cristalinas y tantas otras —demasiadas diría yo— turbias, para así poder saber qué es lo que se pasa por su mente cada vez que me mira.

Observo cómo corren. Él sigue los pasos presurosos de ella y, en cuanto a la muchacha, se limita a disfrutar del paseo junto a él.

— ¡Vamos, corre! —Exclama ella claramente emocionada.

Más de las veces me pregunto cómo alguien que siempre está rodeado de gente se puede sentir tan solo. Así me siento yo. Supongo que eso significa que no soy inmune a los males. Quizá ni siquiera sea especial. Puede que de todos los demás, sea simplemente el más débil. ¿Debería estar orgulloso de poder sufrir? Siempre lo estoy cuando cumplo con mi cometido, pero desearía dejar de existir cuando hago que humanos como esos dos jóvenes se sientan miserables.

— Pero, ¿se puede saber dónde me quieres llevar? —Intento detenerla, pero me rindo.

No puedo evitar pensar en qué pasaría si yo algún día intentara cambiarla, a pesar de que me guste su forma de ser. ¿Qué pasaría si yo cortara sus alas, interrumpiera su vuelo? Sería como atar las alas de un pájaro y esperar de él que pueda volar. Tengo miedo de que mis errores me arrastren a sufrir sus terribles consecuencias, y me aparten de su lado. También tengo miedo de ser tan torpe que mis sentimientos dejen de estar a un margen de nuestra simple relación de amigos.

— ¡Va, chico! Te pesa el culo, ¿eh? — Me mira burlona. Le encanta incordiarme, pero lo que no sabe es que al final yo siempre gano.

— No tanto como a ti cada día. —Sonrío, ella se detiene. Su cabello azabache se mece cuando su cabeza se gira hacia a mí. Ahí está otra vez esa mirada de reproche fingida.

— Va, mueve el culo. —Me invita a pasar delante. Hace una reverencia. Se va a vengar.

— Cuando estemos arriba, podrás decirme todo lo que quieras. —Coloca ambos brazos en jarra, manteniendo sus manos fijas en la cintura. Entorna los ojos y suelta una exhalación. — No voy a perder el tiempo vengándome de ti, así que vamos, date prisa.

Y por fin llegamos a nuestro destino, después de caminar durante más de veinte minutos. Ella no parece cansada, si no todo lo contrario. Radiante, corre un poco más, hacia lo que parece ser un espacio habilitado para picnic. Nunca antes había estado aquí.

— ¿Te gusta, te gusta, te gusta? —Empieza a dar saltitos frenéticos. Me hace gracia verla así. Sonrío y asiento, aún sorprendido por el tan solitario sitio al que me ha llevado.

— No está mal. —Dejo caer, a sabiendas de que mi respuesta le molestará. Ella odia ese tipo de respuestas “tan poco concretas”.

— ¡Bah!, seguro que no te gusta. —Se cruza de brazos. — Eres un soso, ¿sabes? —Ahora me va a dar el rapapolvo del día. — Siempre con tus respuestas tan poco precisas. Si no te gusta, me lo dices. No me digas no está mal, quién sabe, tal vez. ¡Odio esas malditas respuestas!

— Ya vale, no te enfades por esas tonterías. Sabes que bromeo.

— ¡Quién entiende a los hombres! —Se sube en la mesa y luego se estira sobre ella. Respira profundamente. Parece estar más nerviosa (inquieta para ser más exactos) de lo normal. Seguro serán simples ideas mías. — Ven conmigo, L.

Camino hacia la mesa en la que ella está y me siento a su lado.

— En realidad los chicos no somos tan complicados —añado, en defensa de todos los hombres que tenemos que soportar que las mujeres nos tachen de bichos raros. Ella se incorpora y me mira. Su rostro está cerca. Los nervios empiezan a hacer su trabajo. Siento cómo mi respiración se hace más lenta y mi garganta se seca al paso de ese aliento frío que me deja sin resuello.

Así es ella; me perturba, juega con mis emociones, me empuja a desear algo que está tan lejos como una estrella y ni siquiera se entera.

— ¿Tengo que creer que es cierto eso que dices? —apuntilla, como si yo fuera a darme por vencido.

— Vosotras siempre lo complicáis todo —doy comienzo al discurso, levantando mi ceja derecha a la par que intento calmar los sentimientos que en mí afloran cada vez que le miro a los ojos—. Tenéis la mente tan retorcida que pensáis que lo todo lo que parece, que es tal y como lo veis, es en realidad todo lo contrario. Cuando un chico os dice que no os quiere, empezáis a desarmar las piezas de un puzle inexistente para colocarlas de una manera ilógica. Es como si cada vez que cogéis una pieza, le dieseis la forma que no tiene por tal de consolaros o daros aliento, por tal de hacer que ésta quepa donde no debe.

De repente le había soltado el rollo de la última vez, cuando todo dejó de tener sentido para ella, por culpa de un estúpido sin escrúpulos ni dos dedos frente, que de haberlos tenido tampoco le hubieran ayudado comprender que ella es una chica estupenda. Aunque quizá yo lo pensaba porque para mí era una princesita intocable, una señorita de las que ya no hay, y el haberle roto el corazón y esa maravillosa sonrisa que tanto la caracteriza, le habían convertido en un cretino de esos que te encuentras en cada esquina.

— Supongo que tienes razón… —murmura ella, desviando su mirada hacia el cielo anaranjado que presagia un precioso atardecer.

Y yo fijo mis ojos en su rostro, que recibe los rayos rojizos del sol y los convierte en parte de sí mismo, en parte del color sonrosado de sus mejillas… y aproximo mi mano a la suya, fría, blanca, suave… y sin previo aviso, ella hace que se entrelacen, consigue que miles de sensaciones distintas e indescriptibles pululen por mi cuerpo, circulen por mi sangre y lleguen a mi corazón. Me conmueve, hace que pierda mi percepción del mundo, consigue que me vuelva loco por ella, que me enamore cada día una y otra vez de todos y cada uno de los pequeños detalles que forman parte de su persona.

— Bueno, aún estás a tiempo de salvarte —digo, apretando más su mano, en un gesto desesperado de sentirla más en mí, de poder demostrarle que me muero por ella, aunque ella no por mí.

Ambos esperan, él un gesto de ella que le indique el camino hacia su corazón, ella…

Cada día me siento a su lado, y como en este momento, espero ansiosamente que me diga que siente lo mismo que yo, que nuestra relación no es simplemente la de un par de amigos, que me ama tanto como yo le amo a él…

Pero tan sólo piensan, no hablan… Callan el amor que se sienten.


Aman en silencio.

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