Who am I to say you, Love me?

En ocasiones ella pensaba que no estaba en el sitio correcto y que nunca iba a estar donde realmente quería. 
Recordaba los días a su lado como si fueran una memoria ya demasiado lejana, la evocación de una desventura que se había marchado con el último viento del estío antepasado.

Tristeza, eso era lo que había quedado en ella después de su marcha.

Había breves espacios de tiempo en los que se detenía frente a la parada de un autobús que le había visto partir por primera vez hace dos años, pero jamás permanecía delante de ella por mucho más tiempo del necesario, aunque sabía que totalmente innecesario era desviarse de la ruta que cada día seguía. No obstante, su corazón incurable se lo suplicaba y ella poco fuerte era para resistir un atardecer más de olvido…

Hoy era diferente.

El autobús hacía mucho que había abandonado aquella parada y ella había decidido subir en él. Era una completa estupidez, era conciente de ello, pero hoy era diferente. Su corazón latía desbocado en su pecho y un sudor frío le recorría cuello, espalda y manos.

Entonces le vio…

Fue una milésima de segundo imprevisto, no planeado.

A ella jamás le había gustado fijar un orden en sus acciones, e ir a su pueblo había sido una de aquellas decisiones que había tomado sin premeditación, y ahora se arrepentía de no haberlo hecho. Creía que su carta había expresado todo lo que en ella aún permanecía inamovible, y se ilusionó con la idea de poder hablar con él después de tantos meses porque eso era lo que realmente necesitaba.

A veces el olvido no es el mejor remedio para una tristeza tan grande cómo la suya, pero cuando el orgullo se interpone entre la sensatez y la cobardía, sale ganador, irguiéndose sobre ellos pletórico. Entonces el camino hacia el olvido es el primero que obliga a seguir, aun a sabiendas de que no es el mejor, el indicado. Pensó que debió haber sido más valiente antes y no ahora.

Hoy ya era demasiado tarde, porque el hoy seguía siendo el mañana del ayer.

Hoy era demasiado tarde gracias a su cobardía.

Hoy ella corría llorando desconsolada hacia un grupo de gente que se había acumulado en la puerta de aquella iglesia situada a unos pocos metros de distancia.

Hoy ella se culpaba por ser demasiado injusta con sus sentimientos, por estar demasiado tiempo cegándose a sí misma.

Detuvo sus pasos cuando se hubo situado entre la muchedumbre que vitoreaba y gritaba: ¡Que vivan los novios!

Y entonces volvió a verle… por última vez.

Las lágrimas corrían por sus mejillas incesantes; lágrimas que provenían de lo más hondo de su corazón roto, de su alma vacía.

Él también la vio

Sus ojos se encontraron con los de ella y por un momento quiso que aquello fuera tan sólo una pesadilla… Quiso abrir los ojos y encontrarla acostada a su lado para poder acariciar su espalda… quiso haber podido aguantar el dolor que le provocaba estar solo

Deseó con todo su corazón que ella hubiera respondido a la carta que él le había enviado hace ya algunos meses, pero no lo había hecho. En aquella milésima de segundo llegó a plantearse el ir corriendo hacia ella, pero no lo hizo, quizá por cobardía o talvez por resentimiento.

Ella también quería ir corriendo hacia sus brazos pero… ¿quién era ella para pedirle que la amara otra vez?, ¿quién era ella para exigirle respuesta a todas las preguntas que evocaba descontrolada su mente?, ¿quién era ella para decirle que, por favor, no subiera a aquella limusina blanca?

Ambos no eran nadie para pedir explicaciones, exigir un beso, una caricia, suplicar que sus deseos más profundos se hicieran realidad. Ellos no eran nadie, pero a la vez lo eran todo.

Él era el novio que se acababa de casar y ella era la muchacha desconocida que lloraba sin consuelo entre una multitud que sonreía.

Ellos eran aquellos jóvenes que hacía tan sólo dos años se habían prometido un amor que duraría por siempre jamás.
A pesar del dolor, el olvido, el engaño, la cobardía, el egoísmo… a pesar de lo que el destino escribió para ellos.

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